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Así, pues, la Bruja Maligna sacó el Gorro de Oro del armario y se lo puso en la cabeza, hecho lo cual se paró sobre su pie izquierdo y dijo lentamente:
—¡Epe, pepe, kake!
Después se paró sobre el pie derecho y agregó:
—¡Jilo, jolo, jalo!
Acto seguido se plantó bien sobre ambos pies y gritó a toda voz:
—¡Zizi, zuzi, zik!
Y el encanto mágico empezó a dar sus frutos, pues se oscureció el cielo y empezó a oírse un extraño zumbido. Era el batir de muchas alas al que siguieron charlas y risas, y el sol brilló de nuevo al aclararse el cielo, mostrando a la Bruja Maligna rodeada por una multitud de monos, todos ellos dotados de un par de enormes y poderosas alas.
El más grande de todos, que parecía ser el jefe, voló cerca de la Bruja y le dijo:
—Nos has llamado por tercera y última vez. ¿Qué nos ordenas?
—Vayan a buscar a los forasteros que han entrado en mi tierra y elimínenlos a todos salvo al León —ordenó la Bruja—. Tráiganme la bestia, porque quiero ponerle los arreos de un caballo y hacerla trabajar.