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Es concebible que Alfonso tuviera como maestros a algunos de los clérigos o escribanos de la corte. De ellos aprendió las primeras letras y fueron, junto con Beatriz, quienes sembraron en él la semilla de la pasión por el conocimiento de variadísimas disciplinas, pasión que marcaría la impronta cultural característica de su reinado. En ese clima, acaso aprendió a escribir y afloró su afición por los libros. Y tal vez, los trovadores y juglares que orbitaban la corte le infundieron apego a la música y la poesía. Esa faceta sensible no le impediría destacarse desde temprano en la caza y la cetrería. Ya en este momento de su vida, el ajedrez se volvió una de sus mayores aficiones, que compartía con su padre y que en el futuro daría a luz uno de los tratados sobre los juegos de tabla más importantes de la Edad Media.

A lo largo de su etapa de formación en la corte intervinieron destacadas personalidades. Entre ellas, Pedro Gallego (hacia 1200-1267), quien además de convertirse en confesor del infante contribuyó mucho a su enseñanza, basándose en una intensa actividad intelectual y científica. Alfonso debió de ser un voraz lector de crónicas, empezando por las de contemporáneos, como las de otros de sus maestros: el clérigo e intelectual leonés Lucas de Tuy (siglo XII-1249) y el arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247), historiador y político. Estas influencias anidaron en el sucesor una vehemencia por la historia, que varias décadas más adelante se expresaría en libros fundacionales sobre el pasado de su reino.

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