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En Chile, los verdugos no fueron los nazis (alemanes, pero también ucranianos, holandeses, franceses, y un largo etcétera), sino nuestros propios compatriotas, lo que complejiza aún más el «problema chileno».

Nuestros compatriotas, eso quiere decir: nuestros compañeros de trabajo, nuestros padres y madres, nuestros hermanos, nuestros primos, nuestros hijos, nuestros sobrinos.

Nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestros conocidos, y también muchos desconocidos.

Esto no es verso. En Suecia reside hasta hoy un chileno que en 1973 era un dirigente mapuche (¡mapuche!), que tras el golpe de Estado fue torturado por su hermano. Camino al hospital, un médico escandinavo le salvaría la vida.

Es sólo una de las historias que llenan el libro sobre el «problema chileno», que seguirá escribiéndose.

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Amé a mi abuela Ana hasta su muerte. Había un afecto incondicional, verdadero. De hecho nunca le dije abuela, le decía «mamá». «Mamá Ana».

Ella era pinochetista, por eso nunca hablamos de política.

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