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El perfume de aquella mujer le removió el café de la mañana en el estómago. Carbonell pensó que la vida te coloca delante de bifurcaciones que te obligan a tomar un camino. Moral o tentación son las opciones. Y debes elegir. Carbonell no dudó. Escogió no responder a la mujer, mirarla con desdén y acompañarla hasta la puerta de su despacho pidiéndole, por favor, que no volviera a pisar su oficina con sus sucios tacones.

Rodeó la plaza Real y se internó en un callejón escasamente iluminado, por el que no transitaba un alma, y que se iba haciendo cada vez más angosto. Echó una mirada despreocupada, comprobando que no hubiera nadie a su alrededor. Se paró delante de una antigua puerta metálica de color oscuro, y cogió la aldaba que quedaba a la altura de su pecho para darle tres suaves golpes. Inmediatamente se deslizó una estrecha ventanilla de diez centímetros de ancho en la cual aparecieron dos ojos azules, masculinos, inexpresivos. La ventanilla se volvió a cerrar y sonaron dos cierres metálicos mal engrasados abriéndose.

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