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Ricky colocaba con diligencia las fichas de colores en forma de pequeños rascacielos, uno al lado del otro. Era quien había saludado a Carbonell al entrar haciendo tintinear su Jack Daniel’s con hielo. Letrado de la Administración de Justicia desde hacía casi una década, fue compañero de fiestas de Carbonell en los años universitarios. Junto con Rafa, sentado a la derecha de Ricky, los tres habían sido los encargados de cerrar los peores antros de Barcelona todos los viernes y sábados. Portales y bancos en parques eran los lechos en los que solían despertarse cuando el sol justiciero de primera hora de la mañana les azotaba la cara.

A Rafa lo llamaban Procu atendiendo a su cargo de procurador de los tribunales de Barcelona. Mostraba una oscura barba cerrada y cejas espesas. Dos copas le eran suficientes para avivarle el ingenio.

—¿Quién reparte? —preguntó Carbonell, tomando asiento al lado de Vila.

—¡Ja! Pues el último que ha llegado, solo faltaría —espetó Ricky—. Empezamos con una ciega pequeña de diez euros y ciega grande de veinte.

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