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Carbonell acabó de barajar y empezó a repartir dos cartas por jugador.

—En Europa —apuntó— se dan con el codo mientras nos señalan con el dedo, asombrados con nuestras sentencias bufonescas.

Carbonell reprimió más argumentos que aportar.

Siguió con celo, como la mayoría de los presentes, el juicio más mediático del último siglo. Como fiscal, todavía no era capaz de digerir las irregularidades en las que había incurrido el juicio, así como las quijotescas actuaciones de sus colegas fiscales, que representaban al Estado en el litigio. Observó cierta parcialidad en el presidente del tribunal en la fase testifical, al no permitir a un letrado de la defensa preguntar al coronel de la Guardia Civil si existieron cargas policiales en los puntos de votación del uno de octubre, día del referéndum. El magistrado consideró la pregunta impertinente, y Carbonell una preferencia injustificada del juez, que le hizo saltar todas las alarmas.

En sus más de siete años como fiscal y casi veinte de jurista, jamás había observado un escarnio tan manifiesto con las penas impuestas a los imputados, equiparadas estas a delitos de sangre como el homicidio, penado de diez a quince años de prisión. «Luego —reflexionaba— transmitimos a la sociedad la premisa en la cual es menos grave matar, arrebatar una vida, que querer escuchar la opinión del pueblo mediante el sufragio». El principio de proporcionalidad de las penas se había visto masacrado con dolo por unos jueces movidos por la inquina y el desquite, echando tierra sobre los principios jurídicos en los que siempre había creído Carbonell. Aquellas noches de póquer le permitían evadirse del carnaval judicial que asolaba a España o, como mínimo, ciscarse en él sin que le reprochasen nada.

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