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—Buenas noches, Lazarus.

—Buenas noches, señor Carbonell —contestó el hombre con marcado acento soviético.

Lazarus, que rondaba los ciento noventa y cinco centímetros y cien kilos, cogió la gabardina mojada de Carbonell y la colgó en el perchero.

—Gracias —dijo el fiscal, mientras le introducía un billete de veinte euros en el bolsillo superior de la chaqueta.

Carbonell escuchó a su espalda cómo los cierres metálicos volvían a asegurar la puerta, mientras enfilaba un estrecho pasillo con moqueta marrón y una bombilla roja al fondo como único punto de luz. Llegó a la puerta de madera que quedaba justo debajo de la bombilla y cogió el pomo dorado para abrirla.

—¡Hombre, Ray, ya pensábamos que no venías!

Entre las cuatro paredes flotaba un humo espeso de tabaco, que únicamente podía ventilarse por una rendija situada en la parte superior de la pared lateral. La sala medía unos veinte metros cuadrados aproximadamente, y no había más decoración que una pequeña nevera y una bola del mundo de madera que, al abrirla por la mitad, custodiaba varias botellas de diferentes licores. Un cable negro caía del centro del techo, en cuyo extremo había una lámpara que alumbraba una gran mesa redonda tapizada de verde.

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