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Sin odio, sin rencor. Sabe que el resto de la familia tenía que seguir viviendo y las cosas se estaban poniendo muy feas. Era la mayor. Lo entiende. Le tocaba a ella. El sacrificio de los primogénitos.

El hombre era de pocas palabras. La invitó a subir al coche. Él conducía en silencio. Ella, a su lado, apenas se atrevía a mirarle. Detuvo el coche y bajó. Ella allí, quieta, inmóvil. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir, sin saber qué le depararía la vida.

Pensó en escaparse. Pero no tenía a dónde. Pensó en su familia. Si ella marchaba tal vez el hombre les denunciaría, o iría a por ellos. No podía irse. Estaba atravesando sus pensamientos, como si de caminos entrecruzados se tratase cuando vio llegar de nuevo al hombre.

Traía yogur con pan de yuca. La yuca le acompañaría a largo de todo ese día. El día de su marcha, el día de su infancia robada. Aún tardarían un tiempo en llegar. El pan de yuca le gustaba mucho. El yogur también. Pero esta vez, le costaba tragar. Cada vez que pasaba algo de comida le parecía que un yunque le caía en el estómago, en el pecho. Respirar ese momento fue un arduo trabajo.

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