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Hubo una parada de cuarenta minutos en un lugar llamado Tolosa, un pueblo destartalado y polvoriento, con una corta calle principal que corría paralela a la vía férrea. En compañía de otros pasajeros, caminaron hacia un miserable restaurante frente a la estación. Era evidente que los dos ancianos chinos que atendían el lugar no tenían ningún interés en la cocina.

—¿No hay nada de comida china? —dijo con una vaga esperanza el doctor Slade al que estaba de pie frente a ellos. El hombre dijo algo en un español ininteligible y les trajo lo mismo que habían comido el día antes en Puerto Farol; frijoles colorados, arroz, plátanos y huevos fritos.

—Esto hubiera escandalizado a Ruth —murmuró el doctor Slade—. Los chinos eran los únicos buenos cocineros en el mundo. Pero esto es increíble. Estos dos no comen de esta comida; tienen la suya en la cocina.

Ruth había sido la primera esposa del doctor Slade. Por mutuo y tácito acuerdo, nunca hablaban de ella. Según él, tal entendido entre ellos era producto del atavismo; había nacido por sí solo. La mención de la primera señora Slade era tan insólita que hizo que Day alzara la vista de su plato. Entonces, comprendió que él había esperado exactamente esa reacción; la había provocado a propósito para llamarle la atención y sonreírle alentadoramente. “Hace lo que puede”, pensó ella, molesta por haber dejado que su nerviosismo se notara. Como si no hubiera habido maniobra alguna de parte de su marido, sonrió suavemente.


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