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Pero eso iba a cambiar en un instante.

La recia estirpe de hombres y mujeres que habitaban la región tampoco constituían un foco de atención muy significativo para el resto del mundo que se consideraba a sí mismo como «civilizado». Al igual que otros pocos privilegiados grupos humanos, los tunguses de Siberia, orgullosos descendientes de los mongoles, vivían respetando y valorando su entorno. Fundamentalmente se dedicaban al pastoreo de renos, y no pedían nada a nadie. Solo que los dejaran en paz para vivir según las tradiciones que los regían desde hacía muchas generaciones.

Y de su serena fortaleza y su sintonía con la naturaleza.

Como todas las tierras duras, bellas y antiguas, Siberia estaba llena de leyendas, historias y mitos; algunos con origen más o menos claro, y otros simplemente repetidos de generación en generación, como parte de las inmemoriales tradiciones locales.

Prácticamente todas las comunidades trataban con chamanes de distintos niveles de prestigio, generalmente acorde al poder que demostraban. Entre estos, aunque de manera discreta, destacaba un grupo que no solamente hablaba con los animales, con el viento y con el fuego, como lo hacía la mayoría de los miembros del gremio. Se decía que ellos podían hablar con la Tierra misma.

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