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Entre otros animales, surgiendo de la espesura con su típico bamboleo, apareció un oso. Tras volverse a mirar en todas direcciones y olfatear con interés el viento un breve instante, se sentó a esperar. No hizo caso de liebres, pájaros y otros seres con posibilidades de convertirse en su alimento que se encontraban cerca y relativamente distraídos.

Por el momento, esas pequeñas criaturas estaban relativamente a salvo.

El oso, con el aspecto de un inmenso muñeco de peluche pardo debido a su postura, presentía desde hacía días que algo importante iba a ocurrir, y que debía de ser parte de ello. Por eso, después de un largo viaje, estaba dispuesto a esperar para descubrir exactamente qué era.

Su curiosidad se vería pronto satisfecha.

Entonces, saliendo de un grupo de arbustos a un par de metros de su asiento, se presentó frente a él un hombre vestido con pieles. Era de estatura y complexión media. Sin parecer amenazador, emanaba una seguridad que inmediatamente tranquilizó los instintos naturales del oso. Le provocó una calma que pronto se convirtió en respeto, cuando un hermoso y gigantesco lobo apareció al lado del hombre. El lobo, adoptando una orgullosa pose, lo miró fijamente a los ojos. Estaba claro que era una criatura muy poderosa por derecho propio y el plantígrado lo aceptó.

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