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—¿Como la cubierta de tu cuaderno? —razonó Emily.

—¡Claro, cariño! Uno de mis hermanos me lo regaló cuando cumplí catorce años y la utilicé para forrar las cubiertas de mi libro de cocina.

Con los recuerdos de esa conversación con su abuela haciéndole cosquillas en el corazón, Emily fue pasando las páginas hasta encontrar la receta que buscaba. Como era de sus preferidas, la había marcado con un Post-it. Leyó el título con entusiasmo: Chabbakia. Y, aún con mayor entusiasmo, empezó a buscar los ingredientes y utensilios necesarios para cocinar el postre.

Puso una sartén de hierro sobre los fogones encendidos. Al cabo de unos minutos, acercó la mano a la superficie, con cuidado de no tocarla directamente para no quemarse. Percibió el calor en la palma, así que dedujo que el objeto había alcanzado la temperatura deseada. Abrió el armario y sacó el pequeño tarro de cristal en el que guardaba las semillas de sésamo. Antes de destaparlo, disfrutó del sonido que hacían dentro del recipiente cuando lo movía, le recordaba a las gotas de lluvia. Sonrió ante los recuerdos, esos que le devolvían sus propias palabras y la fascinación experimentada en su infancia delante de cada descubrimiento u ocurrencia: «¡Abuelita, con estas semillas se puede hacer música!». Cogió un puñado abundante y lo dejó caer sobre la sartén, volviendo a emular el sonido de millares de gotas de lluvia. La cocina enseguida se llenó del particular aroma de las semillas de sésamo al tostarse. Pronto se le unieron otros igual de deliciosos: aquellos que la transportaban a la infancia, que le entraban por la nariz y le hacían cosquillas en el alma, como el de las almendras y el anís, que trituró con un mortero y un entusiasmo casi infantil. Reservó esos ingredientes y batió un huevo con dos cucharadas de vinagre en un bol. Sin dejar de batir, incorporó mantequilla derretida con aceite de oliva y agua de azahar. Un nuevo perfume se apoderó de la cocina y le invadió los sentidos cuando destapó el recipiente de canela para espolvorear un poco sobre la mezcla. La especia flotó volátil en el aire, infundiéndole una dosis extra de buen humor. Añadió levadura, azafrán y goma arábiga triturada, entonces batió un poco más antes de añadir la harina y, por fin, hundir las manos en la mezcla. Amasó con energía y amor, tal como Malak le había enseñado, hasta obtener una masa firme y homogénea.

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