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Emily suspiró.

Cuando las chebbakiya ya estaban a punto, las sumergió en miel, las escurrió y espolvoreó el resto de las semillas de sésamo por encima. Cogió una con los dedos porque su abuela siempre solía decirle que el sabor residía en los dedos. Sonrió y la degustó despacio, en medio de ese juego peligroso creado por su mente en el que, sobre una delgada cornisa, el pasado y el presente hacían equilibrios, estiraban la mano y jugaban a tocarse, se fusionaban, se confundían…

Emily recordó las escenas y las vio pasar como si se tratara de una película: Kyle y ella debían tener ocho años. Estaban sentados en la mesa de la cocina, asaltando la fuente de dulces que Malak les había dejado, mientras se reían... En una fracción de segundo, justo lo que se tarda en parpadear, los niños se convirtieron en adolescentes. Se miraban disimuladamente y se sonreían con cierto pudor, porque ahora sentían cosas muy distintas… Y, en otro parpadeo, el tiempo había vuelto a pasar, pero la rutina se repetía: la mesa de la cocina, Malak y las chebbakiya, las miradas… se rozaron las manos intencionadamente cuando fueron a coger otro dulce. Esperaron a que Malak se fuera, se acercaron y se besaron en los labios. Sabían a almendras y miel, sabían a sueños e ilusiones. Un nuevo parpadeo, y en ese recuerdo Kyle ya no estaba sentado a la mesa de la cocina, ahora solo estaba Emily, llorando mientras abrazaba a su querida abuela, quien le acariciaba la cabeza y le aseguraba que todo iba a ir bien, que nada malo dura para siempre. Con el último parpadeo, Emily y Kyle se habían convertido en adultos; habían pasado dieciséis años. Malak ya no estaba, solo nuevos interrogantes y la promesa de su abuela de que el tiempo lo cura todo.

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