Читать книгу El fascismo de los italianos. Una historia social онлайн
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La emergencia sanitaria, desencadenada a raíz de la retirada de Caporetto, se prolongó en Italia mucho más allá del periodo de la guerra y de la desmovilización, al menos hasta 1920. Los observadores de la época identificaron en el «precipitado abandono de un amplio territorio por parte de nuestras tropas» el comienzo de una nueva época, en la cual el sistema higiénico sanitario puesto en marcha con la guerra también colapsó. En un primer momento, lo que hizo que el sistema entrase en crisis fue la disgregación del ejército, la pérdida de alimentos, la ocupación militar de territorios, el tránsito de prófugos y el aumento de prisioneros de ambas partes, comprendida la captura de soldados austrohúngaros también exhaustos, «sucios, malnutridos, infectados de gérmenes de enfermedades epidémicas» (Mortara: 25). En el invierno de 1918-1919 se sumaron otros factores: el regreso a casa de los soldados y de los prisioneros italianos extenuados provocó otras 87.000 muertes entre noviembre de 1918 y abril de 1920. Los cuerpos, ya extremadamente cansados, se expusieron a enfermedades epidémicas como la malaria, la tuberculosis, el tifus, la enteritis y la pulmonía; además, la difusión de la terrible epidemia de la gripe «española» también hizo estragos en Italia. Se cobró alrededor de 600.000 víctimas en el país: la población, vulnerable a causa de años de penurias, fue literalmente diezmada por la gripe europea. El sentimiento común de desventura e injusticia del destino se evidenció cuando la población vio, antes incluso de que lo vieran las estadísticas –por las que después se confirmó que los más afectados apenas tenían veinte años–, que los más jóvenes, muchos excluidos del frente por ser menores de edad, habían sido las principales víctimas. Entre 1915 y 1920, la mortalidad de varones y mujeres en la edad más activa, entre 15 y 45 años, se triplicó respecto al periodo precedente de paz (llegando a ser para los varones en edad de permanencia en filas dieciséis veces mayor que antes de la guerra), mientras que no se modificó excesivamente entre los 45 y los 65 años y aumentó poco para los mayores de 65 años. Los demógrafos de la época calcularon que cada cien muertos en la guerra dejaban una media de treinta y dos viudas y sesenta y nueve huérfanos y juzgaron positivamente la decisión tomada por el Gobierno de no enviar al frente en los últimos años del conflicto a las personas de más edad, ya que había más probabilidades de que tuviesen familias a su cargo. Solamente a partir de 1921 hubo una mejora en las condiciones de la población y una vuelta general a los hábitos cotidianos, lo que comportó un aumento de los nacimientos y una expectativa de vida semejante a la de antes de la guerra. Este balance demográfico no estuvo exento de consecuencias en las políticas posteriores del fascismo. Mussolini y los dirigentes fascistas se alimentaron de las corrientes antimalthusianas que circulaban por Europa después del conflicto, pero sobre todo expresaron los temores incluso irracionales de la Italia rural más profunda y tradicional, donde los brazos que podían trabajar se empleaban solo para la supervivencia del núcleo familiar y de la comunidad. A diferencia de los datos reales, el país de la primera posguerra estaba poblado de personas mayores, mujeres y mutilados, sin hombres jóvenes y con las cunas vacías.