Читать книгу Arte y agencia. Una teoría antropológica онлайн
54 страница из 79
En consecuencia, la definición mínima de la situación de «arte» –visual– conlleva la presencia de algún índice del que se puedan extraer abducciones –de muchos tipos–. Esto por sí mismo no limita lo bastante nuestro estudio, pues es de inmediato evidente que, fuera del razonamiento formal y la semiosis lingüística, la mayor parte del «pensamiento» consiste en abducciones de una clase u otra. Para continuar delimitando el alcance de nuestro análisis, propongo que la categoría de índices relevante a nuestra teoría es aquella que permite la abducción de la «agencia», en concreto, la «agencia social». Con esto excluimos casos como los de inferencias científicas sobre la órbita de los planetas (a menos que uno se imagine que estos son agentes sociales, como muchos hacen). Sin embargo, la restricción es todavía más fuerte que la hasta ahora expuesta, excluyendo más que la formación de hipótesis científicas. La condición que planteo insta a que se vea el índice en sí mismo como el resultado o instrumento de la agencia social. Un «signo natural» como el «humo» no se considera el producto de una agencia social, sino como el de un proceso natural causal, la combustión, así que, como índice de su causa no social, no reviste interés alguno para nosotros. En cambio, si se ve como el índice de una hoguera encendida por agentes humanos (por ejemplo, al quemar la vegetación de una zona para agricultura itinerante), entonces sí se produce la abducción de agencia, y el humo se convierte en un índice artefactual, así como un «signo natural». Para situar otro ejemplo, supongamos que, mientras paseamos por la playa, encontramos una piedra tallada de manera muy sugerente. ¿Se tratará de un hacha de mano prehistórica? Se ha transformado en un «artefacto» y, por tanto, es apta para que la consideremos. Es una herramienta y, por lo tanto, un índice de agencia, tanto de su creador, como de la persona que la utilizó. Puede que no sea un objeto muy «interesante» de analizar teóricamente en el contexto de la «antropología del arte», pero sin duda se puede aseverar que cumple las condiciones mínimas, pues a priori no tenemos medios para diferenciar los «artefactos» de las «obras de arte» (A. Gell 1996). Esta afirmación tendría validez aun si concluyera que la piedra, en realidad, no la talló un artesano prehistórico, y, habiéndomela llevado ya a casa, la decidiera usar, de todos modos, para decorar la repisa de mi chimenea. Desde ese instante se convertiría en un índice de mi agencia, y de nuevo cumpliría los requisitos (además, ahora sería, evidentemente, una «obra de arte», es decir, un «objeto encontrado»).