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– Bueno, ahora no están ni mi padre ni tu abuelo, así que estando solos te puedes quitar ese trauma de la infancia tirándome al agua.
Juan miró a Isabel con una sonrisa en el rostro acompañada de una expresión cargada de ternura.
– Tranquila, que no tengo ningún trauma de la infancia y ahora en lugar de tirarte al agua me apetece más hacer otras cosas contigo.
Nada más terminar la frase, la cara de Juan se sonrojó como un tomate maduro, y sólo supo añadir que lo sentía y que no le interpretase mal.
– Te he interpretado perfectamente, porque te has explicado muy bien, así que no te hagas ahora el estrecho.
– Bueno, en todo caso disculpa, no es cuestión de estrecheces, pero hace mucho tiempo que no nos veíamos y no quiero pecar de descortés.
– Relájate – dijo Isabel haciéndole una caricia en la mejilla y agarrándole de brazo para retomar el paseo -, no has sido para nada descortés.
Continuaron caminando un buen rato rodeados de un completo silencio, alterado únicamente por el sonido de algún conejo que paralizado bajo un tomillo, repentinamente corría despavorido ante la proximidad de la pareja de jóvenes, confundiéndoles posiblemente con la presencia de un cazador.