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–Gracias, Zama. Tú sí sabes (lo cual no quiere decir nada).
–Ve nomás cómo viene este pobre muchacho: ñango, entelerido, dado al queso.
–Por eso te hice pinche mil huevos con chorizo, todos para ti.
–¿Para mí? Pretextos, pinche Zama; eres un tragón.
–Siéntense, porque ya les voy a servir.
–¿Así como están? –reclamó Pablo–. ¡Estás loco, pinche Zama, esos huevos todavía tienen caldo!
–¿Cómo van a tener caldo, si no les puse ningún caldo!
–¡Pues el caldo de los huevos!
–¡Cuál caldo!
–¡Ése!, ¡ése!, ¿no ves? ¡Tienen caldo!
–Está bien, los voy a dejar otro rato. Es que ya tengo mucha hambre.
–Eso no lo dudo. Tú te los comerías crudos, si así te comes la carne.
–¡No exageres, Pablo. ¡Por fa-vor!
–Ya niñas, no se arañen.
Félix parecía muy complacido de que la discusión hubiera llegado a un punto que conocía muy bien desde cuando comía con nosotros: el hambre de Zama y los consejos culinarios de Pablo que siempre acaban con cualquier tema anterior y, como su llegada lo convertía en blanco seguro de una hora de bromas pesadas, se sentía aliviado al ver a Pablo y a Zama enzarzados en la discusión habitual entre ellos a la hora de comer. Pero no supo seguir pasando inadvertido, habló y con ello cometió un error: