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–Ah, está muy bueno –dijo De la Vega riéndose–. ¡Muy bien, chamaco! ¡Te la sacaste! ¿Así que «hizo el desorbitado intento»?

–Este pinche De la Vega se ríe de cualquier tontería –añadió Pablo sin voltear–. Yo no le veo la gracia.

–Sí –dijo Selma peinándose frente al espejo–; «ésos son los días que después se recuerdan como una cicatriz».

Me quedé sorprendido, viéndola desde la litera mientras afuera los tambores anunciaban el final de la visita.

–¿Y tú cómo sabes?

–También lo he sentido.

–¿Pero cómo conoces la frase?

Me puse una camisa y salí por la canasta de los trastes. En la reja estaban Chata y Rosa María. Pablo bajaba de la 38.

–Hola, Selma.

–Hola, Pablo, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu niña, Chata?

–Está malita del estómago, fíjate.

Puse la canasta en el suelo mientras terminaban los abrazos, los saludos y las despedidas.

–El sábado no vendré, pero nos vemos el domingo temprano. Me lo dijo Arturo. ¿Por dónde se van?; yo voy por el Viaducto y luego Insurgentes y Revolución.

IV.

–¿No es cierto, Pino? –preguntó Raúl tamborileando sobre la mesa una escala. Terminó con un acorde final y se mordió las puntas de los bigotes rojizos–. En ninguna ciencia hay un gran maestro al que se recurra en busca de una opinión última y con­tundente. Y eso es lo que han hecho con Marx.


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