Читать книгу Los días y los años онлайн
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El pasillo que comunica las celdas superiores está protegido por un techo inclinado. Desde el barandal, la crujía se ve abandonada. No hay nadie afuera y hace largo rato que ni siquiera se ve que alguien cruce corriendo el patio. Todas las puertas están cerradas. Es como una «vecindad»: un cordel con ropa tendida, que alguien olvidó recoger, aumenta el parecido; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como en una «vecindad». Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas.
–¿Sabes? –me decía De la Vega ayer por la tarde–. Sigo haciendo mis ejercicios. ¿Barra?, barra. ¿Yoga?, yoga. ¿Tus lagartijas?, mis lagartijas.
Muy bien, que lo pondría en su puntuación.
–¿Cómo ves mi caso? ¿Merezco una oportunidad en el «pregrupo»?
–Pues te diré –respondí con aire de seriedad–, lo estamos estudiando.
–Y cómo voy, por favor dímelo, no me tengas en este suspenso porque ya no resisto más.
–Regular, muchacho, regular; no pierdas las esperanzas. Tienes madera, llegarás. Yo te lo haré saber.