Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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Para regresar a casa tomaron la calle del costado derecho del colegio, una calle en pendiente, de veredas escalonadas. Iban subiendo por la pista, callados y pensativos, cuando en eso Julius vio algo que atrajo inmediatamente su atención. «Son los mendigos, le dijo Vilma; no te acerques», pero ya era tarde: Julius había partido la carrera y ya estaba llegando al lugar en que se hallaban tirados, junto a una de las puertas laterales del colegio. Se detuvo cerquita de ellos y empezó a mirarlos descaradamente. Los mendigos también lo mi­raban y algunos hasta le sonreían, él ya no tardaba en preguntarles por qué tenían todos una cacerola, pero Vilma lo interrumpió: «¡Va­mos!», le ordenó, jalándolo del brazo. Inútil. Estaba bien parado, los talones juntísimos, las puntas de los pies muy separadas y las manos pegaditas al cuerpo. Mejor dejarlo un poco. Los mendigos empezaron a decirle niñito, y a sonreírle inofensivos pero andrajosos. Eran un montón de serranos y serranas viejos o medio inválidos. En ese momento se abrió la puerta del colegio y apareció una mujer vestida casi de monja pero con moño; con ella apareció también un hombre que decía el puchero, el puchero, mientras acer­caba una olla enorme sobre una mesa rodante. Atrás, una monjita indudablemente buenísima sonreía con los brazos abiertos e iba bendiciendo toda la operación.

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