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IV

A Chosica partieron Julius y la servidumbre en pleno. Arminda, la lavandera, aprovechó para traerse a su hija Dora que últimamente se estaba portando pésimo, se escapaba con un helade­ro de D’Onofrio y todo. Nilda trajo al bebe que había tenido, nadie sabe cómo: simplemente un día empezó a inflarse bajo el mandil de cocinera y una tarde pidió permiso para irse a dar a luz. Una semana después regresó lista para el viaje a Chosica y con el monstruito ese. Pero sus preo­cupaciones estéticas se dirigían más bien hacia Julius y, no bien se instalaron, decidió aprovechar la ausencia de la señora para pegarle las orejas a la cabeza. Esparadrapo, cinta engomada, qué no usó para lograr sus fines, tanto que Vilma protestó pero la Selvática la amenazó con el cuchillo enorme de la cocina, uno nuevo para la casa nueva.

La casa, invisible desde afuera, rodeada de altos muros blancos, quedaba en un sitio lindo de Chosica. La parte posterior se estrellaba con los cerros y ahí uno vivía constantemente amenazado por esas rocas enormes que sin embargo no se caían nunca. Para algo habían pagado una millonada por el alquiler, nada más. Tenía su piscina la ca­sa, y también su jardinzote llenecito de árboles y hasta sus caña­ve­ralitos para que Julius se introdujera por ellos, se cruzara con un sapo en el camino y desembocara sudoroso, ¡llegué a Madre de Dios, Nil­da!, ante el dormitorio de la Selvática y su hijito. Casi no era ne­ce­sario salir, sobre todo los domingos y feriados en que me­dio Lima se venía a tomar el sol, y todo se llenaba de carros ama­rillo-horrorosos y de mujeres mele­nudo-pecadoras que luego se mar­chaban dejando Chosi­ca plagado de cáscaras y papeles. A las que sí tenían que ir a visitar alguna de esas tardes era a las monjitas francesas del Belén de Chosica; de todas maneras tenían que ir porque una tía monja del se­ñor Juan Lucas les había dado una tarjetita-es­tampita de pre­senta­ción.

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