Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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Aparte de esos momentos desagradables, la vida en Chosica trans­curría apaciblemente. Por fin un día salieron a pasear y tocaron la puerta verde del colegio Belén. Una monjita los recibió en francés pe­ro cambió rápido a castellano al ver que no entendían ni papa. Vil­ma le entregó la tarjetita-estampita de presentación. La monjita la leyó y los hizo pasar inmediatamente, le encantaba recibir gente, mos­trar lo lindo que era el colegio. Los llevaba de un lado a otro y les iba enseñando los patios y jardines que rodeaban el local. Por las ventanas, Julius alcanzaba a ver un montón de chicas estudiando, eran las clases, le dijeron, y que es­­­perara un ratito, ya no tardaban en terminar. Mientras tan­to podían visitar a la Madre Superiora en su despacho. «Vengan poaquí.», les dijo la monjita francesa y los acompañó blanquísima hasta donde la Madre Superiora.

Era bien viejita la Madre Superiora y hablaba muy mal el castellano; además, no parecía recordar a la monjita que le había escrito presentándolos, pero de todas maneras les convidó unos chocola­titos seguidos de varias estampitas. A Vilma le regaló una un poco más grande e importante; las de Julius, en cambio, eran medio angelicales, mucho blanco, mucho celeste, sus arbolitos y sus corderitos buení­simos, algo bucólico el asunto, pastoril. No hubo segunda rueda de chocolates, probablemente porque po­­día ser gula, y la sesión no tardaba en terminar, cuando, de pron­to, la madre se sentó y empezó a ignorarlos olímpicamente. Como que se iba la Superiora, parecía no verlos. Empezaron cua­tro minutos largos como cuatro horas, un silencio frío se instaló en la habitación, definitivamente la monjita los había abandonado por alguien. ¡Y ellos qué iban a saberlo! La Madre Superiora acababa de entrar en uno de sus breves aunque frecuentes estados celeste-maravillosos, estaba a punto de re­dondear toda una vi­da de bondad absoluta... Un instante nada más: la pobre in­me­diatamente se daba cuenta de que aún no le tocaba morirse, se desconcertaba todita, ni más ni menos que si otro se hubiera servido justo el pastelito que ella quería, para la próxima se­rá. Lo cierto es que de pronto había enmudecido y luego como que alguien la estu­vo abanicando suavecito. Por fin trató de reanudar el diálogo, pero no bien empezaba le volvían atisbos de los celeste-breve, pedacitos de ma­­ravilla, recuerdos de viaje, y el silencio se prolongaba. ¡Y ellos qué iban a saberlo! Todo ese mutis, la vie­jita tan blanca, tan sonriente, tan ida: los pobres andaban en plena piel de gallina, ahí todavía, rodeados de imágenes, los Sagrados Corazones, sobre todo. Se pusieron a temblar de la pura expectativa, ya se iban por el cuarto minuto... Hasta que habló de nuevo y normal la Madre Superiora, Julius y Vil­ma res­piraron, fin del estado raro, ningún santo supo aprovecharlo: to­do, absolutamente todo anduvo dispuesto para una aparición... Y de las buenas... Con tres testigos... De tres edades diferentes.

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