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V

El palacio los esperaba lleno de luz. El sol de ese verano se filtraba por las amplias ventanas y llegaba hasta los últimos rincones, alegrándolo todo. Entre Celso y Daniel habían logrado que cada cosa volviera a relucir y que los pisos recuperaran el brillo de antes. To­do recuerdo ingrato debía desaparecer, todo estaba listo para una nueva vida, y ellos se aprestaban a servir al nuevo señor. De tanto cocinar, de tanto planchar, encerar, barrer, baldear, de tanto lustrar se habían acostumbrado a que la niña Cin­thia ya no estuviese.

Madrugaron el día del aeropuerto. Nilda llenó la despensa de productos alimenticios, mientras Vilma controlaba la ropa del ni­ño y Carlos limpiaba los automóviles. A Julius le dijeron que no se fuera a meter en la carroza y que esperara tranquilito la hora de partir. Lo habían vestido prácticamente de primera comunión y le ha­bían puesto su corbatita de torero. Esperaba nervioso, recordando, asociando este segundo viaje al aeropuerto con el primero, prefería no esperar en el salón del piano. A cada rato venían a verlo; lo encontraban siempre tranquilo, muy bien, él mismo lo decía, sin que­rer­lo estaba aprendiendo el arte del disimulo y las manos tembleques.

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