Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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Por supuesto que pagaron varios sueldos de alguien por exceso de equipaje, pero eso no era nada. Lo principal venía por barco, pa­los de golf para todo el mundo, colecciones enteras; ropa inglesa, fran­­cesa, italiana; regalos hasta para la lavandera, comprados así, por montones, sin escoger realmente; licores raros, finísimos; adornos, lámparas, joyas; más colecciones de pipas Dun­­hill con sus taba­que­ras de cuero y su puntito de marfil en cada una. Había sido un viaje feliz, demasiado corto, ahora que ya se sentían en Lima. Imposible resumirlo así, en tan poco tiempo. La gente les preguntaría. Todo lo que contaran era poco. En fin, ya de eso se encargarían las crónicas sociales con «inimitable mentecatería», según Juan Lucas. Hablarían de su viaje sin que ellos lo quisieran... (Ya por ahí no me meto: eso es algo que pertenece al yo profundo de los limeños; nunca se sabrá; eso de querer salir, o no, en «sociales», juran que no...).

¡Cómo había cambiado el palacio! ¿Quién había comprado esos muebles tan bonitos? ¿Quién había escogido esas pinturas para las paredes? Órdenes de Juan Lucas llegadas en alguna carta dirigida a algún apoderado de buen gusto y eficiente. Carlos seguía cargando las maletas de cuero de chancho, con cara de yo-ya-estuve-con-ellos, y se sentía superior. Vilma notó que San­­tiaguito ya era un hombre y que la miraba. En seguida se fijó en Juan Lucas, el señor, y aceptó su elegante metro ochenta y siete, sin explicarse por qué, en realidad sin comprender tanta fama de buenmozo, la verdad, no se parecía a ningún artista de cine mexicano. Era para la señora. Volteó nuevamente y San­tiago la seguía mirando. Nilda se había lavado las manos de ajo, para soltar su grito de felicidad, interrumpido esta vez por la mueca del señor, qué tanta euforia de las mujeres, que de­sa­parezcan de una vez, que esté todo instalado ya, que haya un gin and tonic en alguna terraza ventilada de este mundo. Susan sí los quería, pero había toda la tradición de Nilda oliendo a ajos, además Ar­minda estaba llorando, no tardaba en persignarse y arran­car con eso de Dios bendiga a los que llegan a esta casa. Pobre Su­san, hi­zo un esfuerzo y besó a la cocinera pero, ya ven, Ar­min­da estalló con lo de su hija Dora y el heladero de D’Ono­frio. Celso y Daniel tuvieron que aban­donar el equipaje para venir a con­solarla y, de paso, arrancársela a la señora de los brazos. Por fin Juan Lucas terminó con tanta confraternidad; sus brazos se extendieron nerviosos, años que no se escuchaban órdenes su­pe­riores en el palacio, Susan lo admiraba: ponga las ma­letas en su sitio, por favor; con cuidado de no arañar el cuero; suban pa­ra que nos ayuden a colgar las cosas; mujer, ya no llore, por favor. No sabía su nombre, tampoco el de Nilda que reaparecía gri­tando que ese era su hijo, que lo iba a educar como a un niño de­cen­te, y les enseñaba al monstruito. Juan Lucas empezó a crisparse, las típicas arrugas del duque de Windsor se dibujaron a ambos lados de sus ojos. Julius dijo mira, mami, el hijo de Nil­da, y Juan Lu­cas de­sapareció, mientras Susan decidía amar­los a todos un ratito y acariciaba al bebe. Celso y Daniel corrieron detrás del señor.

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