Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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Y esa misma noche, antes de la comida, anunció públicamente que había decidido jugar golf y que se iba a hacer socio del Club mientras Juan Lucas le hacía señas a uno de sus amigotes para hacerle notar que Lastarria se estaba pasando la noche empinado, seguía llegándoles al hombro el pobre. Poco rato antes de que sirvieran (Nil­da estaba ofendidísima porque para estas reu­niones encargaban la comida al hotel Bolívar), empezó a perseguir a Susan, a su du­quesa, por todas partes. En realidad el po­bre se debatía entre Juan Lucas & Cía., y Susan. Eran dos ahora porque el arquitecto de la casa nueva también la seguía y la adoraba. Un jovencito brillante, estaba de mo­da, pero le faltaba vivir un poco todavía. Lastarria se cagaba en el jovencito brillante y Lima está creciendo porque el arquitecto no sabía quién era Lastarria. A pesar de que hubiera podido interesarle...

Por supuesto que todo en la comida era delicioso como siempre en el palacio y la tía Susana, horrible, quería, pero no iba por nada de este mundo, pedir la receta de tanta maravilla. Se había leído una biblioteca en libros de cocina y nunca había preparado nada igual, de cualquier manera sus hijos estaban mejor cuidados que los de Su­san. En cambio Juan, su esposo, ya se había en­terado de que to­do eso venía del hotel Bolívar y, desde ahora en adelante, él también iba a pedir al hotel y que su mujer se fuera al diablo con sus recetas. «Delicioso, my duchess.», y trataba de ga­nar el primer lugar en la cola de a dos que formaba con el arquitecto. Los igualitos a Juan Lucas y Juan Lucas ha­blaban de unos terrenos estupendos, no muy lejos de Lima, y de las posi­bilidades de formar un nuevo club de golf. Al norteamericano también le interesaba el asunto y proponía reunión para mañana en Rosita Ríos, se estaba acriollando el gringo y, además de ser simpático, toleraba muy bien los picantes costeños. Ya en su viaje anterior había regresado a Nueva York con varias botellas de pisco, más unos hua­cos y, según contaba, dejó co­judos a sus so­cios allá con el pisco sauer. To­­­do el mundo quería la receta en Nueva York y todo el mundo quería invertir dinero en el Perú, si el gringo continuaba en ese plan y, además bastante fino, iba a ser uno de los primeros socios norteamericanos del Club Na­cional. Y Susan tenía la oportunidad de prac­ticar su exquisito inglés con Virginia, la esposa de Lester Lang III (el gringo pesaba de verdad), y así escapar momentáneamente a la persecución del arqui­tecto y Lastarria. Ninguno de los dos sabía inglés y no se atrevían a hacer el ridículo frente a la extranjera. Se quedaban esperando mientras Susan hablaba con ella y, si se demoraba, Lastarria partía la carrera hacia el grupo de Juan Lucas y los otros campeones, sonreía al llegar, alzaba y metía su copa entre el círculo para que le hicieran ca­so, por favor, y les juraba que iba a hacerse socio del Club. Lo te­rri­ble era cuando aparecía Susana buscándolo para decirle, por ejemplo, que no bebiera mucho vino blanco y que se cuidara con las espinas del pescado. Él la odiaba porque en los palacios no existen pescados con espinas, ¡qué horrible es, por Dios!, cualquier otro ca­mino hubiera sido bueno para llegar hasta ahí sin ella, pero no había otro camino. Así pensaba Lastarria y por momentos hasta se acordaba de la casa vieja en el centro de Lima, viniéndose abajo, su madre trabajando pa­ra pagarle los estudios, pero en eso Susan estaba libre y él se inflaba, sacaba pecho, pechito y partía la carrera. Se tropezó con el arquitecto. Los del golf sintieron que se habían librado de un mal jugador.

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