Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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Cinthia guardó cama y tosió hasta horas antes de partir. Apareció muy abrigada en el gran comedor donde hoy Julius se había sen­tado a la mesa con todos. Comían callados y amables, se pasaban la mantequillera cuando todavía no se la habían pedido, se servían el agua antes de que el mayordomo viniera para servirla, nunca se mi­raban, las gracias se las daban despacito. Por fin terminaron y fue ho­ra de pasar al salón del piano para seguir esperando. Allí, Cinthia trató de disimular su malestar y estuvo un ratito sentada en el banquillo del piano, golpeando las teclas co­mo quien no quiere la cosa, un poquito ida tal vez, hasta que se encontró con la mirada fija de Julius, la estaba mirando aterrado, rápido retiró sus manitas crispadas del teclado y corrió a sentarse junto a él.

–Cuando regrese espero que ya te habrás cansado de jugar en la carroza –le dijo, ayudándolo con unas cosquillitas en la axila pa­ra que se sonriera por favor.

Era triste la atmósfera en la sala del piano. Solo habían encendido una lámpara, la que iluminaba el sillón en que se hallaba Susan. Cinthia, Julius, Santiaguito y Bobby, elegantísimos, llenaban un so­­­­­fá que permanecía en la penumbra. Afuera, en el corredor, los em­pleados murmuraban como dejando sentir su participación en tanta pena; callaban, y la ausencia de sus voces dejaba a los niños indefensos contra un escalofrío, piel de gallina se tocaba la pobre Susan, muda; volvían a empezar, y sus mur­muros eran como breves, frágiles pausas de un silencio acumu­lado y total, un silencio que gritaba su nombre, que avanzó un poco o que se detuvo aún más cuando sonaron diez campanadas de la noche en algún reloj, en otro salón, triste y oscuro también, porque el día en que partió Cinthia, desde el atardecer, las habitaciones del palacio se habían ido convirtiendo en vasos comunicantes de tristeza y profundidad. Vasos enormes co­mo lagos en los que ahora goteaban lenta, desesperantemente, uno por uno, tic-tac tic-tac tic-tac, media hora más para la partida; ellos escuchaban mudos, inmóviles como el enfermo húmedo de fie­bre que descubre el camino del sueño en la respetuosa acep­tación del insomnio, en la más atenta contabilidad de las goti­tas de un ca­ño mal cerrado, «esta noche no duermo, me fregué», dice y cuenta.

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