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Los nórdicos avanzaron cautelosos hacia el monstruo. Mientras que este, con un trozo de carne colgando de sus fauces, los observaba con dos gigantescos ojos amarillos.
Finalmente, Vricio soltó un grito de guerra y se abalanzó sobre la bestia. Sedian y Buxo hicieron lo propio.
La criatura, que estaba acostumbrada a destruir sin esfuerzo todo lo que en su camino se cruzaba, no tardó en descubrir que estos hombres no se asemejaban a sus anteriores contrincantes. Los enemigos que ahora enfrentaba eran de una mayor envergadura. Se movían seguros y con impecable sincronía, como si la guerra fuese un reflejo primigenio, como respirar o caminar.
Sedian danzaba entre las tenazas, desplegando una eficiencia mecánica sin igual mientras diseñaba un tramado de ausencias perfectas. Ante cada apertura enterraba sus espadas sin misericordia entre los pliegues del exoesqueleto. Se desplazaba como si tuviese un tercer ojo, secreto y mágico, que alcanzaba a vaticinar lo que aún no había sido escrito. Vricio era más estacionario, con los pies firmes sobre la tierra, revoleaba su mandoble generando estocadas extraordinariamente dañinas. A pesar de ser sustancialmente más voluminoso que sus compañeros, lejos estaba de ser lento o torpe. La suya era una musculatura funcional. No tenía la coordinación manual de Sedian –nadie la tenía– pero, para un hombre de sus dimensiones, se movía con suma fluidez. Por último, Buxo, a pesar de no contar con las aptitudes de sus compañeros, aportaba a la causa con una secuencia prolija de ataques y retrocesos. La batalla se prolongó a favor de los nórdicos. No había nada que el insecto pudiese hacer para librarse de sus enemigos.