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—Calla de una vez, bestia infernal –replicó Vricio con rabia–. Las leyes druidas dictan que cualquier criatura extranjera que invada el bosque debe morir. ¡Y hoy no habrá excepciones! ¡Buxo, mátalo de una vez! Intenta manipularte. ¡No lo permitas!

Buxo alzó nuevamente la espada. Pero luego la hizo descender lentamente. A diferencia de su amigo, las palabras de la bestia sí habían calado profundo en él, y alcanzado su inocente corazón.

—Lo siento, Vricio –dijo–, no creo que sea justo matarlo. Él lleva razón, no ha lastimado a nadie y fuimos nosotros quienes atacamos primero. Lo correcto sería que lo dejemos marcharse.

Vricio gruñó, caminó hacia su amigo con pasos largos y le arrebató la espada de la mano.

—Hazte a un lado –le ordenó–. Lo haré yo mismo.

—No es sencilla la vida bajo esta coraza –dijo el monstruo mientras inclinaba levemente la cabeza. Su voz se oía desesperanzada–. Hoy me violentaron sin que yo los haya siquiera ofendido. No es mi pecado ser quien soy. Si pudiese forjarme a mí mismo les aseguro que me diseñaría como un hombre gallardo, hermoso a la vista de todos. Pero esta es la encarnación que habito –la criatura hizo una pausa, alzó nuevamente la cabeza y miró a Vricio directo a los ojos–. Ya he recibido un inmerecido escarmiento, ruego que al menos se me permita vivir. No he cometido crimen alguno. No merezco ser ejecutado.


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