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Les resultaba incongruente a los guerreros escuchar a tan grotesco ser expresarse de esa manera. Pero sus palabras se sentían sinceras y su semblante insectívoro, si bien duro, reflejaba de forma extraña pero nítida la desolación que se transmitía en su decir.

—No –replicó Vricio apretando la empuñadura del arma–, el castigo por entrar bosque de Eloth es la muerte, así lo dictan las leyes de Gálcam.

—¡He vivido siempre en las grietas del inframundo! Hace muy poco que emergí de la oscuridad. No conozco las leyes de los reinos bajo el sol. ¡Tampoco sé el nombre de este bosque ni quién lo gobierna!

Vricio meneó la cabeza y comenzó a enarbolar el mandoble de Buxo.

—Por favor no hagan esto, hay mucho que aún debo hacer antes de partir. Mucho que ver y oler, sentir y escuchar. Te lo pido, valiente guerrero, no me mates.

—Ahorra tus palabras para cuando seas juzgado por tus atroces dioses –sentenció Vricio con ojos fulgurantes.

Finalmente, el nórdico hizo descender su espada sobre la bestia. Pero el eximio acero de La Divina interceptó el golpe y salvó la vida de la criatura.


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