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A Sedian, Vricio y Leto se les sumaron otro puñado de guerreros, quienes, habiéndose enterado de la noticia, manifestaron su deseo de unirse a su causa.
Entre estos se destacaban Tarla, la excampeona, y Eric, el herrero. A pesar de su avanzada edad, Eric había optado por respaldar la causa de Sedian y los demás. Había visto a Nial y a Sarbon perder la vida a manos de Maki. Y por la amistad que lo había unido a ellos, no podía permitir que sus hijos compartiesen sus destinos. Sedian y Vricio era todo lo que quedaba de sus viejos amigos. Debía protegerlos.
Se acomodaron todos en una mesa junto a una mohosa columna de roble.
—Una ronda de hidromiel, cantinero –alzó la voz Vricio al momento que elevaba la palma de la mano.
—Agua ardiente para mí –rectificó Eric.
—Y en mi caso, vino. Si es posible –añadió Leto.
Menos de un minuto después, el cantinero, quien no era sordo a las noticias, se acercó con las bebidas. Solo unos tragos bastaron para que todos supiesen que aquella noche el anciano propietario les había dado lo más eximio que su despensa. Si poco en la vida pueden hacer los cobardes, aún menos pueden hacer en la guerra. Pero ofreciéndoles lo mejor de lo mejor al precio de lo peor, el cantinero se permitió sentir, por un momento al menos, el sabor de la redención.