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—¡Cobardes! –sentenció–. ¡Son unos cobardes! ¿Desde cuándo un guerrero abandona una batalla porque las probabilidades no lo favorecen? ¡Ustedes no son dignos de llamarse ciudadanos de Eirian ni miembros del Clan de las Cenizas!

—No temo inmolarme si mi sacrificio colabora en la obtención de un bien común –replicó Leto con severidad–, pero tengo demasiado respeto por la vida como para malgastar la propia sin razón alguna. Tengo una hija y la quiero ver crecer, si mi sacrificio le garantiza un futuro, a él me entrego sin miramientos. Pero no la privaré de un padre por un mero fanatismo.

—¿Fanatismo dices? –rugió Vricio en el momento en que se ponía de pie. Su porte era impresionante. Si bien no era mucho más alto que sus compañeros, el volumen de sus hombros y espalda lo hacía verse como un coloso. Daba la sensación de que, si quisiese, podría triturar el cráneo del bardo con una mano. Tal su corpulencia. A pesar de esta desigualdad, Leto no se intimidó ni esquivó su mirada–. ¿Acaso te atreves a llamar fanáticos a quienes están dispuestos a sacrificar sus vidas por su tierra y su clan? –continuó el berserker con ojos ardientes.


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