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Con carácter general y amplio el artículo 9.2 impone a los Poderes Públicos la obligación de:

«… promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».

Ello implica que el modelo económico y el reconocimiento de los derechos y libertades públicas no garantizan por sí mismos un nivel concreto de efectividad de estos principios rectores, también denominados derechos sociales. De ahí que se imponga al Estado el deber político de asegurar una digna calidad de vida en los sectores a los que los mismos se refieren. Y en otro orden, se exige desde la Constitución que dichos principios informen la actividad de todos los Poderes Públicos.

El modelo social, por ello mismo, permite distintas opciones políticas, todas ellas perfectamente amparadas por la Constitución (STC 11/1981, de 8 de abril [RTC 1981, 11]). El problema estriba en determinar qué género de política concreta pudiera resultar incompatible con el modelo social que la Constitución consagra y, sobre todo, cuáles podrían ser las vías de reacción jurídica frente a ella. Tema que, como hemos dicho, no podría analizarse globalmente, sino considerando en qué concretos derechos o principios rectores incidía tal política. En este sentido, cabe perfectamente sostener la incompatibilidad con la Constitución de una política que instrumente una acción pública que implique una flagrante contradicción con alguno de los principios rectores de la política social del Capítulo III del Título I CE. Pero para afirmar la ilegalidad de unas normas concretas habrá que atender al grado de concreción que sobre dichos principios establezca el precepto constitucional, y el enjuiciamiento deberá tener en cuenta que la opción tomada por el Poder Público es legítima en esta materia si es congruente con una política general que en conjunto conduzca a una mejora de la calidad de vida de los ciudadanos. En definitiva, no cabe cuestionar sector a sector los niveles de progresión de la calidad de vida, cuando las soluciones adoptadas se basan en un programa conjunto perfectamente compatible con el modelo social de la Constitución. Sólo cabría hacerlo cuando una actuación concreta se desvía flagrantemente de los fines que los principios rectores imponen a la política de los Poderes Públicos en aquel sector social sin justificación racional que la fundamente.

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