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En cuanto norma, la Constitución goza de una posición de supremacía normativa en un doble plano: material y formal. La supremacía formal implica que la Constitución no puede ser modificada ni derogada por ninguna otra norma. La supremacía material, por su parte, significa que la Constitución despliega los efectos propios de cualquier otra norma: debe ser cumplida por sus destinatarios (ciudadanos y Poderes Públicos) y aplicada por los Tribunales de Justicia; y deroga las normas anteriores que se opongan a sus disposiciones y determina la invalidez, por vicio de inconstitucionalidad, de cualquier norma o acto producidos con posterioridad a su entrada en vigor que la contradigan.

La supremacía material que fue admitida sin problemas por el constitucionalismo americano fue, sin embargo, recibida sólo en el siglo XX en el continente europeo. Con anterioridad, la aplicación directa de la Constitución por los Tribunales no era posible, y así se reconocía a la Constitución un simple valor programático, inspirador de la legislación, pero sin que nadie pudiera cuestionar la efectiva sumisión de las leyes a la Constitución ante ningún Tribunal.

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