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Existen dos grandes tramos de rentas. De una parte, aquellas que tienen su origen en el trabajo –rendimientos del trabajo y rendimientos de actividades económicas– y de otra aquellas que provienen del ahorro –rendimientos del capital mobiliario y ganancias y pérdidas patrimoniales–. La progresividad del impuesto se manifiesta claramente en las primeras –que pueden llegar a tributar por encima del 45 por 100, teniendo en cuenta el gravamen autonómico–, mientras que las segundas tributan, sea cual sea su importe y plazo de generación, a un tipo proporcional –19 o 23 por 100–, según la cuantía de la base liquidable del ahorro–, de forma que el pretendido carácter progresivo del Impuesto –el art. 1 LIRPF afirma que el gravamen responde a los principios de igualdad, generalidad y progresividad– es una realidad cuando se proyecta sobre determinadas rentas, pero deja de serlo cuando se proyecta sobre otras.

Ésta es la circunstancia que, por encima de todas, llama poderosamente la atención en el IRPF que entró en vigor el 1 de enero de 2007. Estamos, en rigor, ante dos impuestos: uno, que grava los rendimientos del trabajo personal –por cuenta ajena o por cuenta propia– y otro que grava los llamados rendimientos del ahorro. Con el añadido de que las rentas del ahorro tienen una indudable vis expansiva: incluyen las ganancias o pérdidas patrimoniales que tengan un período de generación superior al año.

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