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Sin embargo, el ejercicio directo de actividades empresariales presenta algunos inconvenientes, entre los que destaca la obligación legal de destinar el setenta por ciento de los ingresos netos que se obtengan (art. 27.1 LF) a la realización de los fines fundacionales, lo que excluye, obviamente, que ese porcentaje de beneficios pueda ser reinvertido para la expansión de la empresa.

Pero es que, además, para evitar que el ejercicio de esa actividad pueda repercutir negativamente sobre el patrimonio de la fundación, la legislación estatal y autonómica suele restringir, a través de distintas técnicas jurídicas, la iniciación –o, incluso, la continuación– de actividades empresariales por parte de las fundaciones. Ciertamente, la fundación puede ser titular de establecimientos o empresas comerciales, industriales o de servicios por figurar estos en la dotación fundacional –la dotación puede consistir en bienes y derechos de cualquier clase (art. 12.1 LF)– o por adquirirlos a lo largo de la existencia del ente, y puede ejercitar con ellos actividades mercantiles. Pero si pretende ejercer directamente tales actividades –que, naturalmente, tienen que guardar relación con los fines fundacionales o, al menos, estar al servicio de los mismos– las distintas Leyes autonómicas o bien exigen la previa y expresa autorización del Protectorado, o bien dar cuenta de ese ejercicio a este órgano público de control de la fundación, o bien, en fin, siguen un sistema mixto, exigiendo la autorización o la mera puesta en conocimiento según los casos.

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