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Entre esos elementos, ocupan un lugar destacado las materias primas y los productos, en el caso del establecimiento industrial, y las mercancías –o mercaderías, como, en ocasiones, también son denominadas–, en el caso del establecimiento comercial. Las mercancías son bienes muebles, manufacturados o no, afectos al tráfico mercantil. Con el arcaísmo propio de la subordinación histórica de la industria al comercio –que era la realidad en el momento de la formación del ius mercatorum y aun en el momento de la codificación mercantil española–, para el Código de Comercio mercancías son tanto los bienes que el empresario compra para revenderlos en el mismo estado en que los ha comprado, como los bienes que el empresario compra para fabricar o producir otros distintos (art. 325 C. de C.). En este último caso, las mercancías transformadas se suelen denominar «productos» (art. 136 del Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios).
Para calificar un bien como integrante de un establecimiento mercantil es esencial el destino funcional que el empresario haya dado a ese bien. Por el contrario, es irrelevante el título jurídico –real u obligatorio– que legitime al empresario o a la sociedad mercantil para integrar ese bien en el establecimiento y utilizarlo al servicio de una actividad comercial, industrial o de servicios. Por eso, los bienes propiedad de un empresario no pueden sin más, por este solo hecho, ser considerados como elementos del establecimiento; y por eso también los bienes propiedad de terceros, a pesar de esa propiedad ajena, pueden formar parte del establecimiento cuando el empresario pueda disponer legítimamente de ellos –por ej., por virtud de un arrendamiento o de un «leasing» o arrendamiento financiero– y los haya integrado de modo efectivo en el establecimiento. Naturalmente, determinar cuándo un bien está integrado o no en un establecimiento constituye cuestión de hecho, que deberá apreciarse caso por caso.