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Y es que, como es sabido y no puede ignorarse, el artículo 53.1 CE impide que los derechos fundamentales puedan ser restringidos jurisprudencialmente, siendo solo limitables por medio de una ley, previsible y accesible, que además ha de ser orgánica (art. 81 CE). Y, es evidente, aunque se haga caso omiso de estos preceptos constitucionales por quien tiene el deber primero de respetarlos, que el Tribunal Constitucional también está sometido a la Constitución. Que sea su intérprete no equivale a que pueda convertirse en legislador constitucional contra la misma Constitución y menos reduciendo el ámbito de protección de los derechos fundamentales.
El Tribunal Constitucional, sin norma de referencia, declaró que la prueba ilícita constituía una garantía procesal, autónoma y objetiva, implícita en el sistema de derechos fundamentales e incluida en el artículo 24.2 CE. Un reconocimiento constitucional que elevaba la institución al rango constitucional, que la dotaba de un fundamento de este carácter con lo que ello supone de vinculación a todos los poderes del Estado. Y, posteriormente, sobre esa base constitucional, el legislador plasmó en la LOPJ el contenido de la garantía reconocida. Una Ley orgánica, pues, en desarrollo de una declaración constitucional que entendió implícito en la Constitución una suerte de protección de los derechos fundamentales, en el ámbito procesal, que obligaba al rechazo de las pruebas obtenidas mediante su violación.