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Lo dicho por el Tribunal Constitucional parece acertado si no se extralimita su sentido. Porque, evidentemente, lo que aquel precepto prohíbe es la admisión de pruebas obtenidas con violación de derechos, es decir, la obtención de fuentes de prueba de forma ilícita que se incorporen al proceso en los correspondientes medios de prueba. Y no es la finalidad perseguida la que debe primar, sino el hecho de pasar tales fuentes a incorporarse al proceso. Que la protección brindada sea procesal, que lo es porque afecta a la cualidad de la prueba, no lleva a que tal amparo se supedite a exigencias distintas de la efectividad de los derechos.

La STC 114/1984 (RTC 1984, 114), aunque en ese terreno complejo de negar individualidad como fundamento al derecho material vulnerado, declaraba una garantía procesal autónoma que implicaba la exigencia de la nulidad de las pruebas obtenidas atentando contra aquellos derechos. En modo alguno esa configuración de un derecho de carácter procesal entraba en conflicto con la naturaleza del origen de dicho derecho. De hacerse de este modo, no se entiende que las declaraciones provenientes de torturas o malos tratos permanezcan en todo caso protegidas por normas absolutas de exclusión. El fundamento es el mismo, lo que deja a la teoría que se ha construido huérfana de todo apoyo que no sea la discrecionalidad del Tribunal Constitucional y su entendimiento de que la prueba ilícita ha de supeditarse a valores infraconstitucionales, pues el derecho al proceso debido y los elementos a los que se podrá atender para declarar la licitud de la prueba exceden el ámbito del derecho a un proceso con garantías, para entrar de lleno en valores, tales como la verdad o la seguridad, que debilitan el fundamento que se dice proteger.

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