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La doctrina del Tribunal Constitucional, entonces, fue consecuencia de la atribución a la prueba ilícita de un fundamento constitucional y un fundamento constitucional autónomo pues, aunque vinculado al derecho al proceso con todas las garantías, era objetivo y propio, independiente de valoraciones que lo hicieran someterse a condiciones infraconstitucionales. Y de este carácter son las apelaciones a valores difusos.

Dio valor preferente a los derechos fundamentales mediante una garantía procesal, con rango constitucional, otorgando al proceso un valor protector de los derechos y negándole un posible carácter de un instrumento de política criminal. Ese valor impidió subordinarlo a la resolución de la clásica tensión entre “verdad”, que en el proceso es siempre formalizada y legalizada y “seguridad” y “eficacia”, tantas veces confundidas con la preferencia de una condena.

El Tribunal Constitucional, no obstante la conclusión de su formulación, negó que la ineficacia de estas pruebas ilícitas derivara del contenido esencial de los derechos vulnerados, que fuera en sí misma expresión de un derecho autónomo ínsito en tales derechos. Seguía así las líneas que universalmente negaban esa eficacia directa e inmediata de los derechos materiales que exigiera, para su efectividad, la nulidad de las pruebas alcanzadas mediante su violación. Pero, y llegando a una misma protección que ahora el Tribunal Constitucional quiere abandonar, consideró que la nulidad debía ser una consecuencia, inmediata y directa, derivada del derecho a un proceso con todas las garantías; un derecho o garantía autónomo del derecho material, no condicionado por exigencias de otra naturaleza, menos aún por el derecho que le daba cobertura mediante interpretaciones restrictivas, pero garantía procesal, como corresponde al hecho de operar la regla de exclusión en el seno de un proceso.

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