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Y entendió, lo que subyace en toda su argumentación, que la Constitución, el sistema de derechos fundamentales, debía contener una garantía para hacer valer la ineficacia de la prueba ilícita. Por el valor superior de los derechos fundamentales, por su posición en el marco constitucional. Por considerar que otros valores, solo valores, no pueden elevarse sobre la dignidad humana, sobre el imputado considerado como sujeto, no objeto del proceso, y, sobre un poder judicial sometido a la ley. Valores cuya abstracción choca con un sistema formal, como es el nuestro, con base en el positivismo y con un Poder Judicial sometido a la ley.

Y lo hizo sin una ley de referencia que desarrollara la regla de exclusión. Declaró, no creó, la existencia de un derecho-garantía ínsito en el artículo 24.2 CE que obligaba a la nulidad de las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales.

El Tribunal Constitucional sentó ciertos principios que fueron aceptados por el legislador, que los reguló en el artículo 11.1 LOPJ y que el Poder Judicial asumió hasta la STC 81/1998, de 2 de abril (RTC 1998, 81), que los alteró en profundidad importando manifestaciones de un sistema foráneo, complejo y fruto solo de su voluntad. Era cuestión de tiempo, dada la inclinación de ciertos sectores de la doctrina, que floreciera un cierto encantamiento hacia aquello, dada la gran discrecionalidad que autoriza a los tribunales y que aquella doctrina, limitada a la prueba refleja, se extendiera a la prueba en su conjunto y que el legislador la aceptara casi con obsecuencia.

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