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Si el mismo tiene rango constitucional, es evidente que los tribunales están sujetos a la ley de desarrollo del derecho, que es de límites, no de reconocimiento. El principio de legalidad prohíbe cualquier restricción de un derecho regulado más allá de lo que la ley autoriza. Y toda limitación se ha de contener en una ley (artículo 53.1 CE), que ha de ser orgánica (art. 81 CE). Y estas reglas obligan también al Tribunal Constitucional, que está sometido a la Constitución.
Por el contrario, si el fundamento no tiene ese rango, los tribunales podrán actuar con más libertad en orden a la interpretación de la institución de que se trate, siempre que no atenten contra los derechos fundamentales, ni siquiera de forma indirecta.
En consecuencia, se puede afirmar que cuando el Tribunal Constitucional restringe la eficacia de la prueba ilícita es porque, en primer lugar, está negando su fundamento constitucional, pues en otro caso no podría restringir lo establecido en la LOPJ; y, en segundo lugar, porque, debe entenderse, está supeditando la protección de los derechos materiales, que no considera derecho o garantía, a la entidad superior de otros derechos, en este caso el derecho a un inconcreto proceso “equitativo y justo”. Se parte, pues, de negar rango de derecho o garantía a la protección de los derechos humanos en el proceso y se confiere, en el sistema de derechos, al del proceso debido –concepto inexistente en nuestra Constitución–, rango superior a ese pretendido derecho absoluto.