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Durante el largo y aburrido viaje fui recordando con detalles todo lo vivido en tan poco tiempo en esa preciosa ciudad de Málaga que nunca olvidaré, y en mi mente no cesaban de retumbar las palabras de Isabel que tanto dolor me causaron. Yo seguía muy enamorado de ella, pero debía irme haciendo a la idea de que nunca más la volvería a ver.

Uno de los eventos, como bien prometí a doña Rosalía, fue asistir a la boda de su hijo. Decidieron celebrarla a finales de agosto a las doce del mediodía en San Felipe Neri. Las varas de nardos, rosas, margaritas y claveles blancos adornaban el altar de la iglesia, depositados con gracia y gusto exquisito, y un olor agradable inundaba el recinto. Doña Rosalía, emocionada junto a su hijo, esperaba la venida de la novia.

El coro cantaba acompañado del armonioso sonido del órgano, ejecutado con dulzura por un amable y veterano músico de cierta reputación en los eventos religiosos.

Josefina no aparecía. El sacerdote discretamente se acercó al novio preguntándole dónde estaba la novia. ¿A qué se debía el retraso?

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