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De camino de vuelta y ya a la vista de la aldea, Nina hizo un alto en sus lecciones y se sentó sobre una piedra, indicándome que me sentase a su lado. Me temblaban hasta las canillas y seguía sin recoger mi mente y mi nube, pero me senté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me di cuenta, con la escasa capacidad de pensamiento que me quedaba, de que a pesar del desasosiego y la inquietud que me producía su presencia, a pesar de mis miedos, me gustaba su compañía, me gustaba que me hablase, me encantaba mirarla cuando ella no lo hacía y continuaba excitándome tremendamente su cercanía. De repente aquel barullo de mi cabeza se paralizó al sentir su mano sobre mi hombro.
—Aunque ya te oí en la asamblea, ¿exactamente por qué has elegido este lugar para vivir? —preguntó.
Y aquella simple pregunta fue como un extraño bálsamo que, tras obligarme a responder buceando en los recuerdos de mi mente, me hizo recuperar esta y, al ir narrando cómo había ido a parar allí, retomé el control de la nube que bailaba sobre mi cabeza.