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—No, no me escondía. Es que no quería molestarte.

Dio dos pasos, se puso delante de mí, me miró (ahí sí que no pude evitar mirarla) y me sonrió socarronamente:

—Anda, ven conmigo, acompáñame… Algo aprenderás. Y no te había visto, pero te han descubierto tus perros —remató tras una breve pausa mientras me escrutaba con sus profundos ojos.

Ya no pude pensar ni «caray con la curandera» ni nada parecido. Simplemente, la seguí.

La marcha-lección duró casi dos horas. Puedo decir que me enseñó muchas cosas sobre las hierbas que iba recogiendo, pero puedo asegurar que no aprendí nada, al menos en aquella primera salida que nunca olvidaré. Mi pensamiento no estaba para lecciones de botánica. La verdad es que mi mente se había quedado suspendida en el aire y se había perdido por el camino. Yo trataba de razonar y tranquilizarme, pero ni por esas. Solo la miraba de reojillo, o de soslayo si lo quieren un poco más fino, pero mi agitación interior iba en aumento y aquella voluntad que había puesto en marcha los días anteriores para no verla, para tratar de olvidarla, se había convertido en una nube blanca que flotaba sobre mi cabeza, pero ajena completamente a mi necesidad. Y hasta me dio la sensación de que se había aliado con la «recogehierbas» para burlarse de mí.

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