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Habían pasado ya unos siete días cuando una mañana, en uno de mis paseos por el monte, la vi. Estaba recogiendo hierbas de espaldas a mí. Intenté esconderme tras unos árboles, pues no me sentía con la seguridad suficiente como para un nuevo encuentro, pero aquella tontería me hizo sentir aún más infantil si cabe, puesto que tanto Tao como Greta corrieron hasta ella ladrando, dando saltos y moviendo la cola. Me convertí en un árbol clavado en el suelo. Me miró desde lejos, después de acariciar a mis perros, y me hizo señas con la mano para que me acercara. Lo hice. Todavía no sé cómo conseguí poner un pie tras el otro, pero llegué hasta donde estaba. Portaba una gran cesta de mimbre con varios compartimentos donde iba depositando las hierbas.

—Buenos días —saludé intentando mirar su cesta, las hierbas, las nubes… Cualquier cosa, menos su rostro.

—Buenos días —respondió—. ¿Por qué te escondías?

«¡Caray con la curandera!», pensé. «¿Es que también tiene ojos en la nuca?».

No sabía ni qué decir y, lógicamente, dije una tontería:

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