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En ese estado mental es como llegué aquí, a este rincón minúsculo de nuestro planeta, para que en un instante toda esa serenidad interior que había conseguido acumular y que había estabilizado mis sentimientos saltase por los aires en una explosión que convirtió mi mundo emocional en un verdadero caos.

El sueño me fue venciendo poco a poco. Cuando me desperté estaba amaneciendo. Apenas si había dormido unas cuatro horas. Sin cambiar de postura, a través del gran ventanal, podía ver cómo el sol, tras alzarse sobre las montañas al este de la aldea, iba inundando con su luz el acantilado, la playa y los árboles que, frente a la casa, supuse que también se desperezaban, haciendo circular su savia con más fuerza. Tao y Greta comenzaban igualmente a estirarse, por lo que, a pesar de que tenía la cabeza un poco embotada, me levanté, les abrí la puerta del jardín y me metí en la ducha. Dejé correr el agua sobre mi cabeza y mis hombros y aquello me despejó un poco. No tenía ánimo para nada, pero conseguí hacer un esfuerzo y me dirigí con los perros hacia la playa para despejarme. Me senté en la arena con la espalda sobre una roca. Aquel día hacía un poco de frío, por lo que agradecí el calor del sol. Miraba el ir y venir de las olas y volví a rememorar lo sucedido el día anterior. No quería pensar en ello, pero era incapaz de lograrlo. Comprendí que tenía que hacer algo. Los problemas no se diluyen como el humo, pero cualquier solución que imaginaba no incluía resolver mi conflicto emocional, sino taparlo, hundirlo, silenciarlo, cualquier cosa menos exteriorizar claramente mis sentimientos. La barrera de mis 65 años lo impedía.

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