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Lucía preparó unas infusiones de hierbas, sacó unas pastas que hacía ella misma y se sentó con nosotras. Estuvimos charlando un par de horas y comprobé que Yanira, de vez en cuando, me miraba con interés y sonreía. Tras prometerles que en la próxima visita les llevaría una quesada, hecha según la receta cántabra de mi abuela paterna, para que la probasen, di un beso a Yanira y me fui. Lucía me acompañó hasta el borde del jardín, me besó en ambas mejillas, sonrió, acarició mi cara y dijo, refiriéndose a Nina:

—Seguro que mañana ya estará aquí. No te preocupes.

Camino de mi casa, reparé en el «no te preocupes» de Lucía, que parecía indicar que conocía mi preocupación al no ver a Nina, como si supiese lo que había sucedido tres días antes. Sabía que ambas eran íntimas amigas. «¿Le habrá contado algo Nina?», me pregunté. La cosa no me hacía mucha gracia, pero no seguí pensando en ello, ya que, al pasar por el bar, reparé en que los tres vehículos de la aldea estaban aparcados allí. «Entonces ¿cómo ha ido Nina a la otra localidad?», pensé. «Bueno, qué tontería. Está claro que, si han venido a buscarla, vendrían en coche y ellos mismos la traerán de vuelta».

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