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Aquella noche por fin pude descansar, aunque la impaciencia por volver a verla me tenía en ascuas. Me levanté temprano y desayuné en casa. Después estuve regando el huerto, echando de comer a mis estupendas gallinas y me puse manos a la obra en la cocina para preparar dos quesadas y tres bizcochos para repartirlos entre el bar y Yanira.

Ya por la tarde, salí a dar una vuelta con los perrillos y me acerqué a los acantilados. El paisaje desde arriba era maravilloso. Aquella tarde el océano no estaba demasiado alborotado y las olas llegaban a las calas más suavemente que otros días. Estaba admirando la belleza y la fuerza de la naturaleza cuando, al mirar la pared vertical del acantilado con el que limitaba la pequeña playa más cercana a la aldea, vi a sus pies, bordeando sus rocas como si viniese de la otra ensenada, una de las dos barcas de pesca de la aldea. Me extrañó, pues en aquella época salían a pescar por la noche. Atracó al lado de unas rocas que hacían las veces de muelle y vi que bajaba de la barca Miguel, el marido de Amanda, lo que me extrañó aún más, puesto que él se encargaba de la gasolinera y el taller, pero no salía a pescar. A continuación desembarcaron Manuel, el marido de Elena, dos mujeres más y en último lugar Nina.

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