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Me sentí como una auténtica hormiga ante aquella naturaleza inmensurable. El acantilado, que abajo se hundía en el agua, por arriba parecía tocar el cielo, y la violencia de las olas golpeando fuertemente contra las rocas me hizo recordar de pronto la sensación de la fuerza y el poder que me arrastraban y que no conseguía dominar en mi experiencia con el agua.

No conocía aquella zona. Allí solo se podía llegar por el mar. Me di cuenta de que había pateado todos los rincones alrededor de la aldea, pero nunca había salido con ellos en barca. Las olas, frenadas en parte por los farallones, permitieron que Lucía se acercara sin problemas a las rocas y nos adentrásemos en aquella galería en la que, a medida que íbamos avanzando, las aguas calmaban su ímpetu arrollador.

Tras un kilómetro aproximadamente, aquel oscuro pasadizo marino se fue agrandando hasta desembocar en una laguna donde el agua, tras golpear suavemente contra las rocas, regresaba de nuevo al océano, en un viaje inacabable de ida y vuelta. Lucía atracó la zódiac en un extremo de la pequeña laguna. Amanda sacó tres linternas frontales, nos entregó dos y se dirigió a la izquierda del fondo de la cueva, donde varias rocas colocadas estratégicamente hacían las veces de una escalera. Lucía me indicó que las siguiese. Yo no salía de mi asombro y no me quedaba ya ninguna duda de que el destino final de nuestra excursión, como decía Nina en su nota, me iba a gustar. Así que las seguí con gran agitación y curiosidad.

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