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Subimos por aquella escalera improvisada y unos tres metros más arriba la luz de las linternas iluminó un pasillo, como de un metro de ancho y casi dos de alto, que se adentraba en la roca, pero no hacia el interior, sino hacia la izquierda, y calculé que en sentido paralelo al océano. Tras avanzar como otro kilómetro, desembocamos en una gruta que me dejó sin habla. Ya no necesitábamos linternas. En la parte superior de uno de los extremos de la caverna, que tendría aproximadamente unos quince metros de altura, existían varias aberturas en la pared lateral por las que entraba la luz del día, por lo que deduje que debía de ser el paredón de alguno de los acantilados. Imaginé que aquellas aberturas se debían a la fuerza del viento, que había conseguido horadar con el paso del tiempo aquel tabique rocoso.

A la derecha del corredor por el que habíamos accedido a la gruta, y casi en el centro de esta, había un estanque ovalado, de unos sesenta metros cuadrados, que despedía un tenue vapor, por lo que supuse que eran aguas termales procedentes de las capas subterráneas. Desde el estanque, las ventanas naturales quedaban al fondo y a la izquierda. A la derecha, casi detrás del estanque y un poco más elevada que este, había otra gran abertura en la roca, como si fuese el comienzo de otra caverna. Pero al entrar en aquella cavidad, que se cerraba unos metros más allá, contemplé fascinada nada más y nada menos que una suave cascada de agua que se precipitaba desde lo alto de una de las paredes, seguramente algún manantial o corriente cuyo origen estaría en las montañas cercanas a aquella parte de los acantilados. El agua quedaba embalsada en una especie de poza que apenas si llegaba a las rodillas y, al no rebasar hacia el estanque, deduje que continuaba su camino filtrándose a través del suelo rocoso.

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